
No es, tan sola, esa luz
la que brilla entre las velas,
sino la soberbia
que segó la semilla del amor
y la duda,
tejedora de vanas esperanzas,
que hizo rodar las esferas.
El destino se acerca reptando,
como avieso gusano.
Sus sedas envuelven los humanos desvelos
y el regio trono de los dioses,
esos dioses que llegaron
para saciarse con las cepas
de los mejores vinos…
¡Ay, esos pequeños racimos
que de las vides cuelgan,
siendo hijos del sol, fragmentos
de vida desprendidos del sol,
al reflejar la luz,
merecen todo mi aprecio
como el mejor de los regalos!
Hijas de la luz, retoños de los dioses,
las negras uvas, fundidas con lo divino,
derraman sus blancas gotas
de rocío sobre la paz del ara
dando cobijo a nuestros sueños.
Todos somos hijos
del dios de la inventiva,
de la imaginaria pulcritud
e inagotable ambición
de un desmayado anhelo…
Los dioses ya están ebrios,
y apenas pueden enderezar el timón
en su obsesivo vagar por los celestes mares.