
Mudos, ausentes, viajan mis besos,
tratando de olvidar el llanto
de las innumerables promesas clamadas por ansiosos labios,
de juramentos inspirados en inalcanzables deseos.
Prendida estuvo mi alma de las garras de una furia
con fijación de agrestes madreselvas
que exhalaban inmarcesibles aromas.
Después de unos instantes,
se apagaron todas las canciones
y perdí la noción de mi existencia.
Nació la ira, dentro de encarnada piel,
atravesando el día y vomitando espinas
que en mi garganta se clavaban
y desbordaban el nudo de mi cuna.
¡Esa fila de números en el interminable calendario,
esas malas hierbas trepando por los altares,
ese montón de lágrimas,
esa plaga de horribles onomásticas!
Cada carta que escribo
tiene el sabor de un día.
Secretas venas, santas,
se resisten al infierno del olvido.
Esas lejanas estrellas, con sus luces de fiesta,
gritan su nombre ante la propia mesa
en la que rompí mis sagrados juramentos
errando por la noche sin saber
dónde apoyar mis manos.
De pronto, una extraña luz
brilló sobre mis hombros
calcinando las calles
antes que mi afección
se hubiera culminado.
El desamor bastó para romper mi herida
y arrojar la llave al fondo de un silencio
que no entendía de labios,
ni de bocas que se abrieran
ante atónitos ojos sorprendidos
por el espíritu de sacrílegas rosas
que sucumbieron a la inevitable desgracia.