
Pasan viajeros pájaros,
haciendo madurar el ensueño
de un mañana donde sanar mi infancia,
hace ya tanto tiempo adormecida,
de la terrible herida que le infligió una espada
cuyo filo me pareció imposible.
Alientan mis caminos voces desconocidas,
de mis venas brotan irisados recuerdos,
mi salario es el verso
que con sumo deleite me acaricia,
su acompasada lluvia humedece mis prados.
Adoro el soliloquio de los antiguos coros,
amo a los sabios dueños de sus conocimientos,
me enamora la insaciable plática
-bajo el frescor del viejo limonero-
que, inocente, derrama el talentoso grillo.
Desdeño a los hombres de lengua vacía,
venero a los jóvenes que defienden su estética.
¡Apenas distingo cuánto dura un año, cuánto un día,
y afronto la vida sin ninguna cosmética…!
Dejar quisiera mi voz sobre la tierra
y que mis manos modelaran
la historia con honesto oficio,
sin hacer caso de la mudanza de las almas
ni de esa banal filantropía que sus ecos recita
olvidando el aroma que desprenden
las azoradas rosas de Cupido.
Respeto al forjador que, leal, me acompaña;
con libertad, por mi mansión serpea
su generosa sangre.
Al caer la noche al frío lecho acudo,
bajo sus sombras busco refugio,
mis sentidos se abren a inesperadas luces.
El silencio es mi almohada,
me alimentan las alas de la ausencia en que yazco y,
tras cantar mi última romanza,
retorno a ese estanque de ligeros nenúfares
al que entregan sus besos los romances lunares.