Te aguardé, mi presente, y ya te has ido. Apenas vi mi pasado. ¡Hasta tal punto cambiaron mis maneras…! Y a ti, futuro, aunque te espero con afán, bien sé que eres sólo un suspiro.
Pasajero soy de una divina estrella en la que, con alivio, vaciar pude mi veneno interior, mi espanto ante la vida, la pesadilla de esa inevitable tortura de ir a tientas, en el espacio de una consciencia interminable, para llorar ante lo desconocido y sumergirme en el cieno brutal de ese dormir sobre el horror del que jamás nadie despierta.
¡Esta cruel sensación, esta pena tan mía, esta vana pesadez, este vacuo pesar, este incurable sufrimiento de mí mismo, con sus presuntuosos nuncas, con su infundado resistirse a la caricia de un abrazo! Opresoras sombras me afligen cansado ya de tanto vacío. Luego, el sordo desengaño de esos falsos dioses, ¡oh, fatalidad!, que me hacen sentirme más solo.
Se mueven mis horas hacia el sol, huelo el aroma de los nuevos frutos. Fina lluvia, derramando sus nimbos, hace que mis ramas vibren, que duerma la tierra, que despunte mi mirada.
Despierta la nueva cosecha bajo una resplandeciente luz, el día se nos abre, amor bosteza sus mimos despertando la sed de los hombres. Brillan los ojos de una legendaria princesa con aromas de verdor, con los susurros de un viejo romance. Antes de esos brillos todo estaba a oscuras; antes del intento, el mundo era opaco.
Ese frío del pasado, ese calor del futuro ilumina la mirada del ahora despejando los nuevos caminos. Mi presente se confunde con aquel alba en el que los dolores del parto hicieron germinar la cosecha. Ríe la noche estirando sus brazos, el día grita su clamor.
No es, tan sola, esa luz la que brilla entre las velas, sino la soberbia que segó la semilla del amor y la duda, tejedora de vanas esperanzas, que hizo rodar las esferas.
El destino se acerca reptando, como avieso gusano. Sus sedas envuelven los humanos desvelos y el regio trono de los dioses, esos dioses que llegaron para saciarse con las cepas de los mejores vinos…
¡Ay, esos pequeños racimos que de las vides cuelgan, siendo hijos del sol, fragmentos de vida desprendidos del sol, al reflejar la luz, merecen todo mi aprecio como el mejor de los regalos!
Hijas de la luz, retoños de los dioses, las negras uvas, fundidas con lo divino, derraman sus blancas gotas de rocío sobre la paz del ara dando cobijo a nuestros sueños.
Todos somos hijos del dios de la inventiva, de la imaginaria pulcritud e inagotable ambición de un desmayado anhelo… Los dioses ya están ebrios, y apenas pueden enderezar el timón en su obsesivo vagar por los celestes mares.
¡Esa infantil e insensata utopía de un potencial sometimiento; esa agobiante humanidad plena de instantes condensados en la agotadora jerarquía de unos lejanos dioses; ese letargo indefinido en busca de lo ignoto que actúa, sin previo aviso, y nos ata a un abrazo que se pierde en la esencia de una cobarde mirada!
La libertad engendra el liderazgo de una conciencia alegre, tierna, desbrozadora de hondas adversidades, danzadora de ancestrales tonadas, sembradora de nuevas esperanzas.
El nacimiento de un niño es repetidamente glorificado por el canto del gallo.
Las risas de los jóvenes nos alejan de la muerte y nos acercan al fénix de la emoción, al insalvable obstáculo, al fénix de la esperanza, a la promesa redentora, al fénix de la perpetua conciencia.